Coincidiendo con la efervescencia cultural de la Francia prerrevolucionaria, una serie de teóricos, como el abad jesuita Marc-Antoine Laugier (Essai sur l’architecture, 1753) preconizaron como reacción frente a los excesos del rococó una vuelta a los modelos clásicos, más racionales y humanistas.
Por otra parte, gracias a los descubrimientos de la incipiente arqueología, volvió a ponerse de manifiesto la excelencia de la arquitectura griega y romana, que defendían los escritos y grabados de Piranesi (defensor de los modelos romanos), o de James Stuart y Nicholas Revett (defensores del dórico griego en su libro The Antiquities of Athens, 1762). En Inglaterra, la ausencia de barroco pleno permitió a la arquitectura mantener ciertos tintes clasicistas durante el siglo XVIII, como muestra el palacio de Blenheim (1705), obra de John Vanbrugh. Sin embargo, las ideas continentales cristalizaron rápidamente en las obras de numerosos arquitectos ingleses, como Richard Burlington, William Kent o John Wood, que retomaron con interés la obra de Palladio y de su sucesor Inigo Jones. Más tarde, esta arquitectura neopalladiana evolucionó hacia un estilo típicamente inglés llamado estilo georgiano. En el declive del clasicismo aparece en Londres la figura de John Soane, un arquitecto enormemente imaginativo cuya obra fundamental, el Banco de Inglaterra (1788-1808), se ha perdido casi por entero. El estilo neoclásico se transmitió a las colonias norteamericanas, donde además se hizo notar la influencia revolucionaria francesa. Entre las figuras más destacadas están Samuel MacIntire (que posteriormente desarrolló el estilo federal como expresión de la independencia de Estados Unidos) y los neopalladianos Thomas Jefferson y Benjamin Henry Latrobe.
Una de las primeras grandes obras neoclasicistas francesas es la iglesia de Sainte Geneviève (llamada también el Panteón, comenzada en 1757) en París, obra de Jacques-Germain Soufflot, que combina la elegancia de los órdenes griegos con la audacia constructiva de los edificios góticos. En la época cercana a la Revolución aparecen en Francia una serie de arquitectos neoclasicistas, como Claude-Nicolas Ledoux y Étienne-Louis Boullée, conocidos como ‘los arquitectos visionarios’, cuyos numerosos proyectos no ejecutados servirán de germen para la arquitectura contemporánea. Su arquitectura es moralizante, defensora de la abstracción más estricta, y se basa en la combinación de elementos geométricos puros. En España, el reinado de Carlos III trajo las ideas de la Ilustración, y con ellas la arquitectura clasicista. Entre los arquitectos más destacados de lo que se llamó en España ‘la arquitectura de la razón’ cabe citar a Ventura Rodríguez, autor de la fachada de la catedral de Pamplona (1783), y a Juan de Villanueva, que además de utilizar con rigor los lenguajes clásicos fue capaz de concebir una arquitectura original, basada en la complejidad de los espacios, de la que su mejor ejemplo es el Museo del Prado (1785) en Madrid.
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